Ecos de un Mundo sin Perros
Desde que tuvo memoria, Amaya siempre había tenido una perrita. La primera, a la que llamó Lili, le fue entregada cuando apenas tenía cuatro años. Era suave, cálida y movía la cola con un entusiasmo que le hacía cosquillas en el corazón. Lili aprendía rápido, sabía cuando Amaya estaba triste y se acurrucaba junto a ella, tal como lo haría una perra real. O al menos, eso le aseguraban sus padres.
Amaya jamás recordó haber tenido que sacarla a pasear ni alimentarla. Lili siempre estaba ahí, lista para jugar, sin molestias ni exigencias. Era perfecta... quizás demasiado perfecta.
Cuando Lili dejó de funcionar seis años después, la familia trató de reparar su núcleo de memoria, pero restaurarla era un lujo reservado solo para los más ricos. Amaya lloró desconsolada cuando sus padres le explicaron que la única opción era reemplazarla. Le compraron otra perra IA, idéntica, con el mismo nombre, pero algo en ella se sentía diferente. Al principio, Amaya quiso convencerse de que era la misma Lili, pero con el tiempo entendió que no lo era. Cada nueva Lili que llegaba duraba menos que la anterior. Con los años, los modelos más nuevos comenzaron a fallar más rápido; sus circuitos se volvían obsoletos en apenas un par de años, como si las empresas quisieran que las familias renovaran constantemente a sus queridas mascotas.
Para cuando Amaya se convirtió en madre, ya no quedaban rastros de su primera Lili, más allá de algunas fotos descoloridas y una vaga sensación de pérdida. Aun así, como lo hicieron sus padres con ella, le compró a sus hijos un perro IA. Esta vez, la obsolescencia era aún más evidente: a los seis meses, la perra comenzó a presentar fallos; a los ocho, su sistema colapsó por completo. Sus hijos lloraron tanto como ella había llorado en su infancia. También fue testigo de cómo los perros de los vecinos no duraban nada y cómo las partes que los formaban en apenas siete meses se volvían obsoletas. Era muy obvio cómo estas corporaciones tecnológicas estaban exprimiendo abusivamente ganancias a la gente, de una manera cada vez más cínica.
Así, por primera vez, Amaya se hizo una pregunta que nunca antes se había permitido: ¿por qué no conseguir un perro real?
Dependiendo menos de estas corporaciones sin escrúpulos, que solo pensaban en maximizar sus ganancias a costa de la necesidad de la gente de tener una agradable compañía, un perro. Bueno, en este caso, un perro IA, que era casi lo mismo… pensó.
Buscó en tiendas, refugios y criaderos. Contactó a conocidos y recorrió foros en la red. Pero no encontró nada.
Era imposible. No podía ser cierto.
Recordó haber visto, años atrás, artículos y reportajes alarmistas sobre la posible extinción de los perros reales. Pero la cantidad de noticias falsas en aquella época hacía que fuera casi imposible distinguir la verdad del engaño. Nunca creyó que algo así pudiera pasar de verdad. Y, sin embargo, ahí estaba, enfrentando la cruda realidad: los perros habían desaparecido.
La noticia recorrió el mundo en cuestión de días. La humanidad, en su afán de crear una versión perfecta, había permitido que la original se extinguiera sin darse cuenta. Ahora, los científicos anunciaban un último esfuerzo: intentaban traerlos de vuelta mediante la clonación.
Pero algo estaba mal. Los clones nacían y crecían, pero no eran lo que la gente recordaba. Eran erráticos, algunos agresivos, otros simplemente… vacíos. Como si algo esencial en ellos se hubiera perdido para siempre.
Amaya observó a sus hijos, quienes miraban un video antiguo de un perro real corriendo por un parque. Uno de sus hijos preguntó: “¿Así eran de verdad?” Amaya quiso responder, pero su voz se quebró. Porque en ese momento entendió la verdad: no solo se habían extinguido los perros, sino también el vínculo que la humanidad tenía con ellos. Y lo único que quedaba eran sombras, imitaciones sin alma.
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