La inauguración
La ciudad llevaba meses preparándose para el Mundial. Las autoridades presumían el estadio nuevo como “la joya del torneo”, un coloso de acero que brillaba incluso en días nublados. Toda la urbe parecía vivir un sueño… excepto por los rumores.
Los vecinos de los barrios cercanos hablaban de ruidos extraños por las noches, de camionetas sin placas que llegaban y se iban sin que nadie preguntara nada.
Con los años, las bolsas surgían y desaparecían como un mal presagio cíclico: algunas semanas eran apenas unas cuantas, otras veces aparecían alineadas en grupos de veinte o treinta, como si alguien llevara tiempo dejando mensajes que nadie quería leer.
Los turistas comenzaron a llegar días antes de la inauguración. Vinieron de todos los rincones del mundo, cargados de banderas, cámaras y emoción. Pero algunos empezaron a notar algo diferente: jóvenes pálidos, silenciosos, que caminaban entre las sombras del estadio.
Los locales fingían no ver nada. Bajaban la mirada, aceleraban el paso, como quien esquiva un recuerdo doloroso.
Pero los extranjeros no tenían ese miedo aprendido.
El día de la inauguración, más de ochenta mil personas rodeaban el estadio. Las luces se encendían, los drones volaban, la música vibraba en el aire.
Y entonces, frente a miles de turistas, los fantasmas aparecieron todos a la vez.
Pidiendo justicia, señalando la tierra.
Enterradas a distintas profundidades, como capas de una historia que la ciudad había preferido no contar.
Presionados, humillados, acorralados por la atención global, los funcionarios dieron la orden:
—“Escarben todo.”
Al inspeccionar los alrededores, las supuestas bodegas resultaron ser otra cosa: recintos donde el tiempo estaba detenido, con un aire espeso que sabía a miedo antiguo. Lugares que todos conocían, pero de los que nadie hablaba, como si un acuerdo silencioso los obligara a fingir que nunca existieron.
Cuando el último cuerpo fue retirado, los fantasmas se reunieron frente al estadio, ya no suplicantes, sino tranquilos.
Uno de ellos —un muchacho de unos diecisiete años, con camiseta deportiva— inclinó la cabeza hacia los extranjeros y dijo, con la voz más humana que jamás habían oído:
—Gracias por vernos.
Y desaparecieron.

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