La Monja Inmortal



La escuela de lenguas ocupaba un edificio que parecía tener memoria propia. Sus paredes altas y manchadas de humedad habían sobrevivido a balas revolucionarias, rezos de convento y las voces de generaciones de alumnos. Al entrar, uno siempre sentía que el tiempo se había detenido.

Una tarde de lluvia, me quedé repasando en un salón vacío. El edificio estaba casi desierto, pero al levantar la vista noté que en la banca de adelante había una mujer de hábito blanco, inclinada sobre un cuaderno amarillento, escribiendo con letra diminuta.

—Bonsoir —dije, animado por practicar y sorprendido de no haberla visto entrar.
Ella levantó la vista, me miró fijamente y respondió en un francés impecable, con un acento extraño, antiguo. Conversamos casi una hora. Me explicó conjugaciones, me corrigió frases, incluso me contó que había enseñado allí “cuando la disciplina era otra”. Salí fascinado: no solo era muy instruida, sino que su rostro, aunque pálido, resultaba encantador.


Al día siguiente quise agradecerle y la busqué en la dirección. La recepcionista me miró desconcertada.
—¿Tú también la viste?
—Claro que sí, hasta tuvimos una larga charla. Sabe muchísimo.

La mujer me observó con incredulidad.
—¿Hablaste con ella?

Insistí. Describí su rostro, el hábito, la caligrafía cuidadosa. Entonces, la coordinadora, una mujer mayor, me interrumpió con voz grave:
—Muchacho… ¿te habló en francés?
—Sí —contesté, sintiendo un frío en el estómago.

La coordinadora guardó silencio un momento, luego abrió un cajón y me mostró una foto en sepia: un grupo de monjas posando en el patio. Señaló a una de ellas, de mirada seria.
—Ella murió aquí en 1921, durante la epidemia. Era la encargada de enseñar francés.


Palidecí. Recordé la precisión de sus correcciones, el eco de sus palabras en mi cabeza. Esa noche no pude dormir: las frases que ella me había dictado en el salón se repetían sin cesar, pero ya no en francés moderno. Eran oraciones en latín, fluidas, como si de pronto yo supiera hablar una lengua que nunca había estudiado.

Al día siguiente volví a clases. Entre nervioso y emocionado, le conté a mis compañeros lo ocurrido. Varios se rieron, otros se mostraron intrigados. Todos conocían la leyenda de la monja, pero nadie había escuchado de alguien que hubiera conversado con ella. Yo, sin embargo, relataba mi encuentro con tanto fervor que parecía estar describiendo a la mujer de mis sueños. Hablaba ya un francés casi perfecto y, de manera inquietante, comenzaba a expresarme en latín como si lo hubiera estudiado toda la vida.

Con el paso de las semanas, mi escritura cambió: cada palabra que anotaba en mis cuadernos aparecía con la misma caligrafía diminuta que había visto en las páginas de la monja. Mis amigos notaron que a veces mi voz se volvía más grave, y que cuando discutía en clase, parecía hacerlo con la paciencia y severidad de una maestra.


Pasaron los años y no hubo más apariciones de aquella dulce monja.
Hoy soy maestro de francés y latín en esa misma escuela, con una fluidez que jamás podría explicar. Pero mis alumnos dicen algo que me aterra reconocer: cuando hablo, no soy yo quien enseña. Entre mis palabras, siempre se escucha otra voz… antigua, femenina, y paciente. La suya.


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