Gritos que nunca olvidaré


Cuando tenía unos trece años, mi rutina era simple: salía de la escuela, caminaba unas cuadras y llegaba a casa. Casi siempre, mi madre estaba en la cocina preparando la comida, con ese olor de cebolla y jitomate que se colaba hasta la calle. Pero los lunes eran distintos: ella aprovechaba para hacer las compras o algún otro pendiente. Yo ya sabía dónde encontrar las llaves: siempre escondidas en la maceta del corredor, bajo la tierra seca.

Ese día, como siempre, apenas toqué el cancel, Ragnar, mi pastor alemán, comenzó a gemir de emoción. Podía escucharlo desde la calle, rascando la puerta con fuerza. Y cuando introduje la llave en la cerradura, sus gemidos se transformaron en ladridos graves, casi desesperados.

—¡Ragnar, hazte a un lado! —le grité, sonriendo.

Abrí con dificultad porque él empujaba desde dentro, y en cuanto logré meterme, se me abalanzó encima, casi tirándome. Luego, como de costumbre, corrió alrededor de mí, moviendo la cola como un loco.

Estaba cansado, así que no le hice mucho caso. Subí directo a mi cuarto y me dejé caer sobre la cama. Ragnar, fiel, se echó a un lado, respirando pesadamente, como si hubiera corrido kilómetros. Yo cerré los ojos. El silencio de la casa me arrullaba.

Mis familiares tenían una costumbre: si llegaban y no veían las llaves en la maceta, solían gritar por una rendija al costado de la puerta principal:
—¡Abran, abran!

Aquella vez lo escuchamos clarito: la voz de mi madre.

Ragnar salió disparado, como siempre que reconocía un miembro de la familia. Su cola se movía con violencia de un lado a otro, y sus gemidos eran de pura alegría. Yo me levanté rápido y lo seguí.

Ragnar estaba frente a la puerta, ansioso, casi saltando, esperando a que entrara alguien. Yo también lo escuché: la voz de mi madre, otra vez, insistente.
—¡Abran, soy yo!

Tomé el seguro y abrí.

No había nadie.

Ragnar dejó de mover la cola de golpe. Sus orejas se tensaron hacia atrás y, sin ladrar, salió despacio al jardín. Olfateó el aire, giró sobre sí mismo varias veces y luego se calmó como si nada. Yo, en cambio, me quedé helado.

Salí hasta la cochera, miré a ambos lados de la calle: vacío. El viento soplaba fuerte y recuerdo haber visto un torbellino de tierra cruzar la avenida. Mi piel se enchinó como nunca.

Ragnar regresó y apoyó su cabeza contra mi pierna. Yo lo acaricié, intentando tranquilizarme, pero sentí que él también estaba desconcertado, como si supiera que algo no estaba bien.

Los dos nos quedamos ahí, mirando hacia la calle desierta, con esa sensación de que alguien… o algo, nos había llamado desde la otra orilla del silencio.

Ahora, a mis treinta y tres años, todavía lo recuerdo y se me eriza la piel. Muchas veces me preguntan si creo en lo paranormal. Yo no dudo al responder:

Sí, creo. Sé que existe algo más.

Estoy convencido… porque aquel día ni mi perro ni yo alucinamos.


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