El Muchacho Pálido de la Ventana

La colonia Las Palmas parecía un lugar perfecto: calles silenciosas, jardines podados con precisión quirúrgica y casas que brillaban bajo el sol como si ocultaran algo detrás de sus fachadas impecables. Los Herrera, una familia de cuatro, llegaron allí convencidos de haber alcanzado un sueño. La casa que rentaron tenía dos plantas, techos altos y un amplio patio trasero que parecía ideal para sus hijos, Andrea y Sebastián.

Los primeros días fueron tranquilos. Andrea exploraba el jardín como si fuera un reino propio, y Sebastián trataba de adaptarse a la escuela. Pero con las primeras noches llegaron los ruidos: pasos en el patio cuando todos estaban dentro, puertas que se cerraban sin explicación, y un murmullo apenas audible que parecía brotar de las paredes, como si la casa respirara en secreto.

María sentía un frío extraño recorrerle la espalda cada vez que los escuchaba. Roberto, en cambio, trataba de explicarlo todo con razones simples: tuberías, viento, imaginación. Pero la explicación se derrumbó cuando Andrea habló.

—Mami, hay un muchacho en el patio —dijo con voz tranquila una mañana.
—¿Qué muchacho, Andrea?
—El que me saluda por la ventana. Está muy pálido… y se ve muy triste.

María se asomó, pero solo vio el césped húmedo y los árboles moviéndose suavemente. Andrea insistía. Noche tras noche describía al muchacho pálido que se quedaba de pie junto a la pared del fondo, moviendo las manos como si escribiera en el aire.

Las pesadillas comenzaron pronto. Andrea despertaba gritando, diciendo que el muchacho le suplicaba ayuda y le mostraba letras rojas que sangraban sobre las paredes del patio.

Buscando respuestas, los padres consultaron al padre Miguel. El anciano sacerdote escuchó con el ceño fruncido y una voz grave les dijo:
—Algunos muertos no se resignan. No todos buscan dañar, pero sí arrastrar a los vivos a su dolor. Si insiste en comunicarse, es porque su historia no terminó.

María, con miedo pero también con compasión, habló con Andrea. La niña, un día de lluvia, llegó con los labios temblando:
—Mami… me lo dijo. Escribió L-A-S T-R-E-I-N-T-A.

La piel de María se erizó. En el patio, Andrea señalaba un rectángulo de tierra donde nunca había crecido el pasto.

Esa misma noche, María visitó a la señora Esperanza, una vecina que la observaba siempre con ojos nerviosos. Al mencionar su dirección, la mujer bajó la voz.
—Esa casa nunca está tranquila. El dueño anterior desapareció… pero antes de irse, la gente decía que, junto con otros, traía a desconocidos en la madrugada. Algunos escuchaban golpes… gritos ahogados. Después, silencio.

Roberto tomó una decisión. Fingiendo que quería plantar un árbol para su hija, pidió permiso al propietario para cavar en el patio.

El sábado, bajo un cielo gris, comenzó a cavar. A menos de un metro, la pala chocó contra algo blando, envuelto en plástico. Al abrirlo, un hedor insoportable lo hizo retroceder. Dentro había huesos y carne reseca.

Con las manos temblorosas, siguió cavando. Una bolsa… luego otra… y otra. El patio se convirtió en una fosa interminable. Cuando por fin se detuvo, exhausto y con vómito en la boca, había contado treinta bolsas.

Las treinta

La policía llegó esa misma noche. Acordonaron la casa mientras los vecinos miraban desde las ventanas lo que siempre callaron. Las investigaciones confirmaron que el antiguo dueño había estado ligado al crimen organizado y que el patio era su fosa común.

Los Herrera huyeron con gran temor de ser acusados de esos crímenes abominables y con lo poco que pudieron cargar, pero Andrea no olvidó nunca al muchacho. Años más tarde, cuando los restos fueron identificados, supo la verdad: uno de ellos era David, un adolescente de dieciséis años reportado como desaparecido. Era exactamente igual al muchacho pálido que se le había aparecido.

Los padres de David finalmente pudieron darle santa sepultura. Andrea, en cambio, nunca volvió a dormir en paz. A veces, en noches silenciosas, aún sueña con el patio: con la tierra removiéndose sola, con manos huesudas intentando salir, y con susurros que se mezclaban con el viento.

La casa en Las Palmas sigue vacía. Los vecinos dicen que si uno pasa frente a ella y guarda silencio, puede escuchar voces apagadas, como si treinta gargantas hablaran al mismo tiempo desde bajo la tierra. Algunos aseguran que, en noches de luna nueva, las ventanas se empañan con palabras escritas desde dentro.

Nadie ha podido leerlas por completo. Nadie quiere intentarlo.


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