Desayuno Eterno: La Rutina de los Espíritus
Cuando era niño vivíamos en una casa antigua, de esas con techos altos, azulejos fríos y puertas de madera que crujían al menor soplo del viento. Tenía algo especial, un aire extraño, como si siempre estuviera medio habitada por alguien más. Las mañanas eran particularmente inquietantes: mientras dormíamos, se oían cajones abriéndose en la cocina, la licuadora encendiéndose, portazos suaves de las repisas, pasos que iban y venían…
La puerta de la cocina estaba entornada, como invitándonos. La abrimos con una sonrisa… y nos quedamos helados.
Con los años vendieron la casa. Y lo más inquietante: cada nuevo propietario ha contado la misma historia. Ruidos de cocina, pasos, desayunos invisibles. Como si esas almas estuvieran atrapadas en una rutina eterna, preparando una comida que nadie comerá jamás.
A veces, cuando nos juntamos, mi primo y yo reímos de nervios al recordar aquel momento. Porque sabemos que no fue un sueño, ni una imaginación infantil: aquella mañana entramos a la cocina, y aunque no había nadie… juraríamos que acababan de servir la mesa.
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