Desayuno Eterno: La Rutina de los Espíritus

 


Cuando era niño vivíamos en una casa antigua, de esas con techos altos, azulejos fríos y puertas de madera que crujían al menor soplo del viento. Tenía algo especial, un aire extraño, como si siempre estuviera medio habitada por alguien más. Las mañanas eran particularmente inquietantes: mientras dormíamos, se oían cajones abriéndose en la cocina, la licuadora encendiéndose, portazos suaves de las repisas, pasos que iban y venían…

Mi madre tenía esa rutina cuando madrugaba para preparar el desayuno. Por eso, al principio, no nos sorprendía: mi primo y yo nos mirábamos y decíamos, medio adormilados:
—Seguro nos están haciendo hot cakes o pan francés.

Nos encantaban. Era nuestro premio matinal.
Una de esas mañanas, los ruidos fueron tan claros —el tintinear de los cubiertos, el zumbido de la licuadora, incluso el sonido de un sartén calentándose— que salimos corriendo, casi saboreando ya el desayuno.

La puerta de la cocina estaba entornada, como invitándonos. La abrimos con una sonrisa… y nos quedamos helados.

La cocina estaba vacía. Ni un plato fuera de lugar. La licuadora apagada. Las repisas intactas.
Nos asomamos al cuarto de mis padres. Dormían profundamente. Mis hermanos también. Éramos nosotros dos, solos, en una casa que parecía estar viva.

Ese fue el primer susto. Pero no el último.
Con el tiempo, las mañanas siguieron repitiéndose igual: sonidos de vida, olor imaginario a pan tostado, pasos invisibles. Hasta que, en las reuniones familiares, se volvió un tema recurrente.
Mis padres siempre decían lo mismo:
—Esa casa estaba llena de fantasmas. Antes vivió ahí una pareja de gringos, grandotes, que murieron en circunstancias raras. Seguramente nunca se fueron.

Con los años vendieron la casa. Y lo más inquietante: cada nuevo propietario ha contado la misma historia. Ruidos de cocina, pasos, desayunos invisibles. Como si esas almas estuvieran atrapadas en una rutina eterna, preparando una comida que nadie comerá jamás.

A veces, cuando nos juntamos, mi primo y yo reímos de nervios al recordar aquel momento. Porque sabemos que no fue un sueño, ni una imaginación infantil: aquella mañana entramos a la cocina, y aunque no había nadie… juraríamos que acababan de servir la mesa.


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