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La vida, para él, había sido una rutina sencilla y reconfortante: levantarse, ir a la escuela, estudiar, comer, ducharse, ordenar su cuarto y dormir. Cuando hacía las cosas bien, sus padres lo premiaban.
—Ahora sí puedes jugar —le decían, y él se sumergía en su videojuego favorito. Ahí, en un mundo pixelado, construía ciudades, exploraba territorios y, sobre todo, era feliz.
A veces, en los momentos más tensos —cuando las voces de sus padres subían de tono— algo extraño sucedía: dejaba de escucharlos. En su lugar, aparecía un paisaje virtual ante sus ojos: una cascada cristalina, un río brillante y un viento suave que lo envolvía, calmándolo. Sus padres le habían dicho que era “un mecanismo de relajación”, algo natural cuando la tensión era demasiada.
Pero todo cambió un día en la escuela.
—Estoy harto de tantos paisajes relajantes —comentó uno de sus compañeros.
—Pero bien que no te hartas de los juegos virtuales —respondió otro.
Él escuchaba la conversación con curiosidad hasta que, de pronto, alguien mencionó algo que lo dejó helado:
—Es por el chip. Todos lo tenemos, pero nuestros padres no quieren que lo sepamos.
—¿Qué chip? —preguntó, sintiendo un vacío extraño en el estómago.
—El que te conecta al Internet, ¿no sabías? Es parte del protocolo de control parental.
No entendía. Claro que conocía Internet; todo a su alrededor se conectaba: la tele, los autos, las pantallas... pero ¿él también? Con una respiración cortada intentó escuchar más, pero, como siempre, su mente lo sacó de ahí. Un paisaje relajante apareció, pero esta vez algo extraño ocurrió: la imagen se interrumpió de golpe. Al abrir los ojos, vio al maestro frente a él.
—¿Te sientes bien? ¿Te han molestado? —le preguntó el profesor, disculpándose por haberlo dejado solo con los otros chicos.
Esa noche, en la que su mente todavía rumiaba el tema del chip, mientras cenaban, decidió enfrentarse a su mamá:
—Hoy en la escuela dijeron que... que tenemos un chip en la cabeza.
Su madre lo miró con ternura, aunque su sonrisa parecía algo forzada.
—Aún eres muy pequeño para entender esas cosas, cariño. Ya llegará el momento.
Los días pasaron, y él intentó no pensar en ello. Volvió a su rutina: la escuela, las tareas, los juegos. Pero había comenzado a notar cosas. Pequeñas cosas. La expresión cansada de su padre cuando llegaba del trabajo. La sonrisa falsa que reemplazaba el gesto de frustración. A veces, imágenes borrosas y silenciosas aparecían en su mente: discusiones, golpes, tíos peleando en una cena... y siempre, el refugio ilusorio lo apartaba de todo.
Hasta que un día todo cambió.
Esa tarde, al salir de su videojuego, vio llegar a su papá. Había algo distinto en su rostro: tristeza, pero más profunda de lo normal. El semblante le duró solo un segundo antes de transformarse en la misma sonrisa neutra de siempre. Sin embargo, alcanzó a escuchar algo:
—Lo siento, hijo... Hice lo mejor que pude.
Y entonces, el mundo se rompió.
Un paisaje apareció ante sus ojos: un mar inmenso, un cielo azul, perfecto. Pero esta vez algo fue diferente. Una voz autómata resonó entre el sonido de las olas:
—Lamentamos tener que cancelar el programa de protección infantil. Han pasado tres meses sin pago. El control parental expirará en 3, 2, 1...
La cuenta regresiva terminó. El paisaje paradisíaco se desvaneció.
De repente, todo era caos.
Sus padres estaban frente a él, gritando, lanzándose cosas. La casa, antes impecable y ordenada, se había transformado en un escenario de abandono: muebles rotos, telarañas, paredes agrietadas y cucarachas muertas en el suelo. Un olor a humedad invadía el aire. Asustado, salió corriendo.
La calle era aún peor. Montones de basura se acumulaban a los lados; autos oxidados y cubiertos de polvo ocupaban la cochera. Miró hacia arriba, buscando el cielo azul que tanto anhelaba, pero solo encontró un manto de smog gris y opresivo. El aire olía a polución.
Detrás de él, sus padres habían dejado de discutir. Se acercaron despacio, con las miradas clavadas en el suelo, avergonzados.
—Lo sentimos, hijo —dijo su madre con voz entrecortada—. Hicimos todo lo posible para protegerte.
—Pero estamos... estamos quebrados —añadió su padre.
Él no supo qué responder. Su mente buscó, desesperada, un paisaje donde esconderse. Pero no apareció nada. Por primera vez, estaba solo con la realidad.
Un ruido lejano de sirenas y el murmullo de una multitud llenaban el aire. Figuras desaliñadas avanzaban con pasos erráticos, sus rostros endurecidos por el hambre y el abandono, como si cargaran el peso de un engranaje que ya no podían soportar. El mundo, cada vez más caótico, seguía adelante. Solo que esta vez, él lo veía todo en su descarnada verdad.
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